Por Manuel Guerrero
El 13 de febrero de este año, el Senado de la República se reunió para votar las propuestas de reformas presentadas con el fin de regular la subcontratación o, como se conoce popularmente, el outsourcing: [1] un modelo que, a grandes rasgos, le permite a una empresa emplear a un trabajador —a través de un tercero— para que desempeñe actividades específicas, sin estar obligada a brindarle todas las prestaciones que requiere, pues sus responsabilidades en el entorno laboral no son equiparables a las de sus compañeros «de base»: la parte de seguridad social y prestaciones es algo de lo que se encargará la empresa que oferta al trabajador subcontratado.
En teoría, este modelo beneficia no solo a la empresa que requiere un trabajador con determinadas características y a la persona moral detrás del outsourcing, sino que también vela por el trabajador, ya que, en el artículo dedicado a este campo en la Ley Federal del Trabajo, se aclara que «de no cumplirse con todas estas condiciones, el contratante se considerará patrón para todos los efectos de esta Ley, incluyendo las obligaciones en materia de seguridad social». Sin embargo, no han sido pocas las noticias que muestran las consecuencias en el desempeño y vida de los trabajadores: la imposibilidad de generar una antigüedad y lo que eso conlleva en los planes de retiro, así como la opacidad detrás de las condiciones de contratación —que, se supone, deberían estar reguladas— son solo algunos de los problemas a los que se enfrenta la fuerza de trabajo en México, independientemente del sector.
Con la «popularización» del outsourcing y el problema que representa en la recaudación fiscal para el gobierno, no es extraño que el tema se pusiera en la mesa a inicios de año, en el que la presunta prioridad de esta administración es el combate a la corrupción. Santiago Nieto Castillo, titular de la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) de la Secretaria de Hacienda y Crédito público, estima que el outsourcing deja pérdidas por hasta 324 mil millones de pesos cada año.[2]
En medio de una serie de posturas, alentadas por grupos empresariales en un parlamento abierto celebrado el 12 de febrero a favor del outsourcing, la votación de las reformas se detuvo para una revisión minuciosa, según un reporte publicado en La Jornada, «con base en las propuestas que formularon empresarios, sindicalistas y académicos en el parlamento abierto realizado un día antes». En palabras de Nieto Castillo, «un Estado como el mexicano no puede tolerar mecanismos ilegales de subcontratación, ya que tiene la obligación de defender los derechos de los trabajadores»[3].
A primera vista, todo este panorama de reformas podría parecer un tanto ajeno o nada nuevo para la dinámica laboral que vivimos quienes nos desempeñamos en el campo de la cultura y las artes: no son pocas las historias que podríamos contar sobre pagos —no siempre muy altos— que se retrasan por meses, años o que a veces ni siquiera llegamos a ver. Sin orgullo, se podría decir que esto ya ha sido una norma desde hace décadas, y muestra de ello son las recientes manifestaciones en Palacio Nacional de artistas de diversas disciplinas, identificados con el hashtag #NoVivimosDelAplauso. Sin embargo, es necesario retomar la discusión por el comentario final de Nieto Castillo: valdría la pena preguntarse qué clase de Estado no solo tolera los mecanismos de contratación por outsourcing, sino que los hace parte de su dinámica laboral y burocrática, dejando que empresas de turismo se encarguen de procesar los pagos de los artistas o manteniendo un modelo de contratación como el Capítulo 3000, en el que los trabajadores son vistos administrativamente como prestadores de servicios generales, aunque su labor pueda requerir un grado de especialización considerable.
Elaborar una genealogía que pueda explicar exhaustivamente cómo incursionaron este tipo de modelos de subcontratación en órganos del Estado es una tarea que por el momento parece titánica, pero hay algunas pautas que nos podrían ayudar a entender el origen del problema. Probablemente la principal que podría señalarse es el ahorro que representa para el propio Estado contar con trabajadores en estas condiciones. Si el Estado pierde más de 300 mil millones por el outsourcing empresarial, ¿cuánto se ahorra con la contratación por capítulo 3000, no solo en el sector de cultura, sino en otras áreas?
Por si fuera poco, la subcontratación es un respiro para el Estado frente a un sistema de pensiones que cada día se muestra insuficiente y casi inoperable. Al borrar —o en el mejor de los casos, delegar en terceros—la gestión de las prestaciones y un fondo de retiro para el trabajador, puede utilizar esos recursos para otros propósitos, aunque su fin y utilidad no estén muy claros. Si bien no es algo nuevo, la nueva administración encabezada por Andrés Manuel López Obrador parece poco flexible a cambiar las tendencias neoliberales de los gobiernos anteriores en este campo: de hecho, parece que los está reforzando. Como lo explica Egbert Méndez en un análisis sobre el programa «Jóvenes construyendo el futuro», éste ha sido «una fuente de mano de obra barata de la cual se nutren, además del sector privado, dependencias públicas afectadas por los despidos. Según datos solicitados a la Plataforma Nacional de Transparencia, actualmente existen 4 mil 271 becarios distribuidos en el sector de cultura. Las dos primeras dependencias que emplean a estos jóvenes son la Secretaría de Cultura (643 becarios) y el INAH (547), este último responsable de 650 despidos este año».[4]
No está de más mencionar que el déficit presupuestario con el que la Secretaría de Cultura opera desde hace más 20 años asciende a los 300 millones de pesos. De acuerdo con comentarios de Pedro Fuentes Burgos, subdirector de Administración del INBAL, este monto tiene su origen en las «prestaciones otorgadas a las representaciones sindicales» que se han conformado en este periodo[5]. «Sólo en el INBAL existen 18 sindicatos, de los cuales, el más numeroso tiene más de 1,000 representados, pero también hay otros conformados hasta por 40 integrantes; situación que se remonta a la separación de los trabajadores que antes estuvieron adscritos a la Secretaría de Educación Pública (SEP), para crear una nueva dependencia que se encargara específicamente de los recintos culturales, cátedras y otros asuntos relacionados con la cultura» ha explicado Eduardo Cruz, del Grupo de Reflexión sobre Economía y Cultura en un reporte de la periodista Samantha Nolasco para El Economista.
Ante este panorama, valdría la pena preguntarse qué papel están desempeñando las organizaciones sindicales dentro de las instituciones públicas y qué relación mantienen con los trabajadores contratados por modalidades como el Capítulo 3000, o los becarios de «Jóvenes construyendo el futuro». Hoy en día, ¿la estructura sindical —tal y como la conocemos y se desenvuelve en las instituciones— sigue siendo un arma efectiva en la defensa de los derechos de los trabajadores?
Otro factor que parece «explicar» esta tendencia es la retórica laboral mexicana en torno a la cultura, basada en la gratitud que el gestor, productor audiovisual o cualquier persona con un perfil profesional afín debería guardar con su empleador, pues el valor social que aporta con su labor al tejido social de México es invaluable. Como lo explica el antropólogo David Graeber en su libro Trabajos de mierda: Una teoría (Ariel, 2018), se ha normalizado la idea de que el valor social de un trabajo es inversamente proporcional al salario que se percibe por él: por eso, parece coherente pagarle a alguien que desempeña un trabajo completamente inútil, ya que debe recompensársele el infierno que implica dedicarle varias horas al día a una labor que de antemano se sabe improductiva, y cuya ausencia nadie notaría, pero no al trabajador de la cultura, quien debe sacrificarse por el bien social que otorga la cultura.
En este sentido, podríamos estar de acuerdo en que el alcance de un programa, de una exposición o cualquier producto cultural rehúye a cualquier tipo de cuantificación: no es posible medir qué tan «útil» es el trabajo artístico o cultural, de la misma forma en que tampoco hay parámetros claros para calcular el valor de cualquier otro trabajo. Para esto, la escala de remuneración tampoco es un buen indicador en una economía que fluctúa, que se cae, que hace que incluso los inversionistas internacionales se truenen los dedos y tomen decisiones arriesgadas al comprar o vender acciones. Precisamente en lo invaluable del trabajo cultural es donde tienen origen una serie de abusos: los pagos pueden demorarse, pero mientras se te pide que vayas a casa con una sonrisa porque la exposición se presentó en tiempo y forma, aunque tus jornadas de trabajo se puedan extender hasta las 10 de la noche y vivas en la periferia de la ciudad.
Reconocer toda esta serie de problemas no tiene como fin señalar víctimas para compadecernos; no se trata únicamente de ver quién se lleva las peores condiciones de trabajo en este modelo laboral y económico, sino de reconocer e intentar transformar eso que está permitiendo que este tipo de circunstancias ocurran en las instituciones.
Se trata de mostrarle a funcionarios como Nieto Castillo que están equivocados: que el Estado mexicano sí está tolerando mecanismos ilegales de subcontratación, que no está velando por los derechos de los trabajadores —al menos en el ámbito de la cultura, eso queda claro. Se trata de darnos cuenta que, por más que se trate de expiar las culpas en el pasado, este gobierno es el mismo ganso pero revolcado.
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[1] En el artículo 15-A de la propia Ley Federal del Trabajo, el outsourcing se define de la siguiente manera:
«El trabajo en régimen de subcontratación es aquel por medio del cual un patrón denominado contratista ejecuta obras o presta servicios con sus trabajadores bajo su dependencia, a favor de un contratante, persona física o moral, la cual fija las tareas del contratista y lo supervisa en el desarrollo de los servicios o la ejecución de las obras contratadas.
Este tipo de trabajo, deberá cumplir con las siguientes condiciones:
a) No podrá abarcar la totalidad de las actividades, iguales o similares en su totalidad, que se desarrollen en el centro de trabajo.
b) Deberá justificarse por su carácter especializado.
c) No podrá comprender tareas iguales o similares a las que realizan el resto de los trabajadores al servicio del contratante.
Consultado el 15 de febrero de 2020. Disponible en línea.
https://mexico.justia.com/federales/leyes/ley-federal-del-trabajo/titulo-primero/#articulo-15
[2] Empresarios piden que no se sobrerregule el outsourcing ni se vea como actividad criminal. sinembargo.mx, 13 de febrero de 2020. Consultado el 15 de febrero de 2020. Disponible en líneahttps://www.sinembargo.mx/13-02-2020/3730287
[3] Andrea Becerril y Víctor Ballinas, Frenan en el Senado regular el ‘outsourcing’ . La Jornada, 14 de febrero de 2020. Consultado el 15 de febrero de 2020. Disponible en línea. https://www.jornada.com.mx/ultimas/politica/2020/02/14/frenan-en-el-senado-regular-el-outsourcing-2566.html
[4] Egbert Méndez Serrano, Parálisis y precarización en la cultura a un año de gobierno de la 4T. Revista Código, 30 de noviembre de 2019. Consultado el 15 de febrero de 2020. Disponible en línea:
https://revistacodigo.com/arte/precarizacion-cultura-4t/
[5] Samantha Nolasco, El déficit del INBAL se acumuló durante 20 años: Fuentes Burgos. El Economista, 17 de diciembre de 2019. Consultado el 15 de febrero de 2020. Disponible en línea: