Nacer, crecer, ser emergente y luego consolidado: la escalera al cielo del arte

Por Paula Ramone

Ilustraciones de Artoons de Pablo Helguera

En su libro Siete días en el mundo del arte, la historiadora Sarah Thornton revisa de primera mano distintos aspectos que influyen en el entendimiento de las escenas artísticas. Las conversaciones sostenidas en el ámbito educativo, el de las subastas, pasando por las condiciones de trabajo en las revistas de arte hasta llegar los espacios de exposición internacional —como las ferias o las bienales—, nutren el texto de Thornton, mismo que destaca por su desmitificación del arte como un campo democrático, movido únicamente por el intercambio de ideas y buena onda; una apuesta necesaria de parte de
la autora para pensar de manera crítica todas las relaciones que posibilitan la visibilización de ciertas prácticas sobre otras.


Al respecto, Thornton comenta esto en la introducción: 

«Mi investigación me ha llevado a pensar que las grandes obras no aparecen: se hacen. No sólo las hacen los artistas y sus asistentes sino también los galeristas, los curadores, los críticos y los coleccionistas que “apoyan” la obra. Esto no quiere decir que el arte no sea grandioso o que las obras que llegan a los museos no merezcan estar allí. En absoluto. Es sólo que la creencia colectiva no es tan simple ni tan misteriosa como podríamos imaginar».

Este libro se publicó en 2008 y recibió una traducción al español tan solo un año después, así que ya hay un tiempo considerable que separa lo que investigó Thornton de lo que sucede en la actualidad. Sin embargo, considero que retomar en pleno 2020 algunas de sus discusiones no está de más: evidentemente en poco más de una década las cosas en el mundo del arte han cambiado, desde cómo se producen las obras hasta cómo se difunden y se habla de ellas, pero a pesar de estos cambios, aún persisten algunas estructuras, como la cantidad de factores no tan azarosos que influyen en la construcción de las carreras y que se pueden observar en el ciclo de vida profesional que se espera que sigan los artistas: definirse o ser definidos como emergentes; conseguir cierto reconocimiento dentro del mundo de arte, lograr que se escriba de ellos, y finalmente hacerse de un lugar dentro de la historia, convirtiéndose en referentes.


México no es un caso aislado de esta jerarquización de las trayectorias. No solo los medios de comunicación recurren a esta estructura para hablar de las carreras de los artistas, sino que también las políticas culturales cuentan con programas que reafirman de alguna forma dicha estructura: por ejemplo, la estratificación de aspirantes en trayectorias A o B, en la convocatoria de Jóvenes Creadores del Fonca, o las categorías de «Creador artístico», «Creador artístico honorífico» o «Creador emérito» del Sistema Nacional de Creadores del Arte, plantean una duda sobre qué tan horizontal es la organización de la comunidad artística en México y qué tan accesibles son las oportunidades dentro de un sistema artístico vertical.

Lejos de cualquier idea de plantear un simple revanchismo y de perfilar cómo debería ser el próximo relevo generacional que ocupe estos espacios de poder, lo que me interesa es pensar en alternativas: qué opciones tienen las próximas generaciones de artistas —que cursan estudios universitarios o son completamente autodidactas— en un país y en una forma de contar la historia en la que las únicas voces que parecen importar son las que ocupan lugares dentro de salas de museos, en ferias internacionales o que ostentan puestos en proyectos públicos.

La pendiente que tienen que subir los artistas en aras del reconocimiento profesional y una vida con cierta estabilidad económica siempre es una ruta escarpada, pero que nunca se sube por cuenta propia. Como mencionó Thornton, las obras no son grandiosas por sí mismas, ya que su reconocimiento depende en gran medida de la promoción de una serie
de agentes externos, quienes no apoyan a todas las carreras y en esa misma condición de excepción se dibujan los límites —aunque estos no tengan una base objetiva para instaurarse.

Pero la pregunta sigue. ¿Qué más se puede hacer ante esas circunstancias? De antemano, vale la pena señalar que una reconversión de esta estructura no sucederá de la noche a la mañana: hablamos de un sistema que se ha afianzado con base en la replicación de sus dinámicas a través de décadas, no solo en México, sino en distintas partes del mundo. Son las reglas de un juego que de manera directa o indirecta hemos aceptado.

En este sentido, no podemos ignorar ese hecho: estamos inmersos y de alguna forma todxs, como un cuerpo social habituado y adiestrado a pensar un fenómeno como el arte de cierta forma, replicamos la cadena que también nos limita: la aspiración del éxito y la consolidación dentro de un medio en el que la importancia está dada por la misma exclusividad, está sustentada en la depreciación de otras prácticas artísticas; en síntesis, por la desigualdad. Para que existan grandes nombres, deben haberse aminorado otros.

Lo anterior, aunque pueda mirarse como el «pecado original» del arte, no es un asunto estrictamente concerniente con la fe, aunque sí moral, sobre cómo se construyen las nociones de valor respecto a un campo: lo que está «bien» difundir y apoyar y lo que debe mantenerse al margen no es precisamente un asunto de posturas inmanentes. Esto es un proceso social-político y yo creo que ya estamos listxs para esa conversación.

Ahora bien, ¿deberíamos cancelar clasificaciones como emergente, de mediana carrera y consolidado? Si alguna organización o convocatoria lanzara el día de mañana un apoyo económico para lo que hoy entendemos como artistas emergentes, ¿qué otro término se podría utilizar? Lo que he tratado de plantear en este texto es que usar las categorías descritas es, de cierta manera,  una forma de replicar la jerarquización, y mientras las usemos y repliquemos hay que aceptar nuestra responsabilidad en los problemas que se
derivan de ello.

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