Hey, pa, fuiste pachuco: Arte de los ochentas en el MAM

Texto sobre la exposición Paisajes Fragmentados por Juan Pablo Ramos

No era escasa mi expectativa al visitar el Museo de Arte Moderno tras su proceso de remodelación. Era inevitable no sentirla, pues naturalmente esperaba algún cambio en la rutina del museo más allá de lo arquitectónico o estructural. Sobra decir que el desafío que enfrentan los museos en México hoy por hoy conlleva una larga lista de infortunios: una pandemia, una crisis presupuestal agravada por políticas laborales precarias, despotismos, explotación, déficit de visitantes debido a problemas de interlocución con la audiencia, etc, etc. Por eso me resulta elocuente que, frente a esta larga lista de factores que dificultan la labor de las instituciones museísticas, encontremos exposiciones que reafirman los valores y creencias institucionales. En su resquemor por adaptarse a nuevos vocabularios, tímidamente adaptándose a las demandas sociales, el museo se ha vuelto algo en extremo tautológico.

Zalathiel Vargas, Contaminación, 1977

Las exposiciones post-pandémicas de los museos mexicanos reflejan el intento a veces fútil por construir una atmósfera de confort y serenidad en tiempos incómodos. Sus relatos curatoriales, en consecuencia, se ven obligados a volver a contar el mismo cuento viejo: el origen fundacional del aparato ideológico que, desde su entrada formal a la globalización, ha puesto en marcha el arte mexicano, así como sus mecanismos de distribución, difusión y consumo. Me pregunto por qué los discursos institucionales asumen la pandemia como parte del escenario, sin hacerla crítica, con más higiene que solidaridad o empatía. Se trata, pues, de una pantalla conformada por protocolos de sana distancia, seudo-epistemologías y activismo tibio: el museo sigue en pie, tal parece, aún si allá afuera todo es caos. E insisto, las exposiciones se dedican a reiterar todo lo que ya sabemos sobre el arte mexicano.

La más reciente exposición presentada en el MAM, Paisajes Fragmentados, aglutina todo lo que ya sabemos (y menos) del arte mexicano desde mediados de los setentas hasta 1994: la “idiotez” del público y las “masas”, la irreverencia de nuestros “genios” creadores, la “bondad” del estado debido a su “excelentísimo” sistema de becas y premios. El mismo relato que glorifica la labor de ciertos agentes del arte frente a una sociedad supuestamente ignorante y alienada. Prácticamente lo mismo que se afirmó en la exhibición Strange Currencies. Art & Action in Mexico City (2015), en la cual la contracultura y los medios masivos solo son el paisaje que sirve de plataforma para reforzar la figura de artista-genio frente a un contexto culturalmente endémico.

Sorprende la gran capacidad del curador-investigador de la muestra en turno para abarrotar de información y datos curiosos el montaje, muy a pesar del gesto generoso que implica sintetizar la información para el público poco familiarizado con el tema. La verdadera ¿sorpresa? de Paisaje Fragmentado no fueron tanto las piezas sino el rock en español de fondo a lo largo y ancho de la sala. En efecto, la sensibilidad “chavorruca” de la exposición viene acompañada de un soundtrack con temas de la época: diferentes portadas de fanzines y afiches de conciertos de rock montados sobre un muro gris generan la impresión de recorrer un contexto urbano, edgy, contracultural: pero lo contracultural también se añeja; se marchita, ¡ay!, en cuanto llega al museo. Difícilmente la estrategia, pienso yo, conseguiría despertar el interés de audiencias jóvenes. Al contrario, genera un efecto disonante: como cuando tus papás te obligan a escuchar en una reunión familiar las malas canciones que de jóvenes disfrutaban: hey, pa, fuiste pachuco… El revisionismo de décadas anteriores, que idealmente debería ser crítico, se ha vuelto la simple excusa para detonar la nostalgia de la vieja escuela oficialista.

Paisaje Fragmentado opera como un pastiche de rock en español, de buenos y malos recuerdos, algo así como la versión museística de la película inconclusa de Leduc titulada ¿Cómo ves?, con música de Three Souls In my Mind y Cecilia Toussaint. Quizá la música dentro del museo resulte innecesaria, quizá es un guiño, acaso una modesta intención atmosférica. Y ¿por qué no?, sirve de distractor. Con módulos temáticos difícilmente discernibles, el recorrido comienza con una sección de trabajos que citan o parodian obras del arte clásico, recordándonos el mismo viejo lugar común de la teoría crítica que hace del pastiche y la parodia características clave del “posmodernismo” (Jameson), como si estas fueran el sello distintivo e inequívoco de artistas en el México de los ochenta cuando se pueden señalar ejemplos de citación pictórica desde la ruptura, como Arnaldo Coen y Gironella. Cada obra viene acompañada de una cédula que remite a la obra parodiada en cuestión, haciendo del ejercicio algo sobreexplicativo que omite la intención alegórica detrás de todo montaje o pastiche. Más adelante, el recorrido devanea en lenguajes abstractos, que por magia u obra del cubo blanco, se reconcilia con los primeros neoconceptualismos, los cuales, supuestamente, dicen por ahí, se opusieron a este lenguaje de galería de vernissage. Abunda el rock alternativo, pero no hay ni rastro de los medios masivos.

El gran ausente de esta exposición es Televisa. El intento por presentar una escena contracultural a través de las artes visuales, cercada, descontaminada del monopolio que controló al país por tanto tiempo, inevitablemente instaura un relato falseado de la situación real del México en los ochentas: ¿será que todo relato curatorial es una ficción que solo le concierne al sujeto letrado que lo fabrica? Basta con asomarse a la cronología situada en el corazón de la exposición para darse cuenta de que las fechas se enfocan más en la legitimación institucional del arte que en la escena independiente o cualquier otro factor que le atañe. Lo que no participó en premios, ferias y bienales no consigue lugar en la historia; lo que puede considerarse algo así como “contracultural” es de difícil definición (la ficha cronológica habla de La Panadería como un “espacio” a secas).

pintua de saul villa arte moderno
                                      Saúl Villa, Sin título, 1989-90                                                

Paisaje Fragmentado incurre en el horror vacui: los muros aparecen recubiertos de letras de canciones de Rockdrigo y Café Tacvba, y también de pasajes literarios que poco aportan al entendimiento de las imágenes exhibidas. Monsiváis, Leñero, Del Paso y Zapata sirven como narradores invitados que suplantan una voz curatorial titubeante. Demasiada literatura y demasiada música, eclipsan la presencia significativa de la cinematografía. ¿Por qué no mostrar, por ejemplo, el primer plano secuencial del Distrito Federal en ruinas en Lola, ópera prima de María Novaro?

Por supuesto, se sigue creyendo que un lenguaje accesible para el público visitante es puro facilismo. El texto introductorio, rico en su juego retórico de ambigüedades, advierte que los artistas en los ochentas se enfrentaron con la necesidad de adaptarse a las transformaciones socioculturales en turno (pero ¿qué periodo del arte estaría exento de adaptarse a las transformaciones?: ¡incluso el arte griego lo hizo!). En este muestrario rockanrolero, los nombres conocidos reiteran; los menos conocidos, ornamentan. Visto desde ese ángulo, la muestra casi entristece: nos recuerda cuáles nombres lograron una consagración y cuáles no. Curioso cómo algunos autores ni siquiera son incluídos, aún cuando sus nombres figuran en publicaciones de archivo allí exhibidas, tal es el caso de Antonio Gritón y Eloy Tarciso. En el caso de otros nombres clave, como Kurtycz y Ehrenberg, su importancia dentro del recorrido se reduce a una sola pieza de menor formato, donde apenas y se entiende quiénes fueron o qué hacen ahí. La exposición es verborrágica, suntuosa en citas y referencias, pero no aclara ninguna cuestión crucial con respecto a la época que explora. El único momento de crisis, según la exposición es el sismo del 85 (pero no las sucesivas crisis económicas y la devaluación del peso en 1994).

Abro la pregunta para quien me lea: ¿quién está autorizado a contar estas décadas y por qué? ¿Por qué las instituciones se han ensañado con fomentar el relato de siempre y, en el proceso, omiten voces emergentes que puedan subrayar aspectos inadvertidos y nuevas perspectivas? ¿A qué se debe la reticencia a lo disruptivo? Quizá en todo esto no hay mitos que desmentir (¿a qué se debe el afán por cuestionar el neomexicanismo como una marca internacional y otra vez empañar su perspectiva queer y disidente?), sino mitos que habría que escribir para que quede claro qué fue realmente el arte mexicano de los ochentas, qué significa hoy para nosotros, cuál es su verdadera vigencia más allá del forzado muestrario que supone sacar objetos del atesorado baúl de la colección privada o la bodega institucional.

Es necesario que los museos compartan contrahistorias. Narrar la historia de nuestro país a través de las imágenes implica describir los errores, los desaciertos, las contradicciones, las negociaciones con una modernización desigual. Son necesarias las contrahistorias frente a instituciones museísticas que reiteran la organización patriarcal de sus conocimientos. En efecto, el último módulo de Paisaje fragmentado incorpora motivos relacionados con el cuerpo a partir de exponentes del neomexicanismo, cuir en su mayoría. Claro, todo relato obligado a ser incluyente introduce a la disidencia sexual al margen del relato principal, siempre como apóstrofe, nunca al centro, casi como diciéndonos: ah, por cierto, en los ochentas… ¡también hubo homosexuales!

Afortunadamente, y para aclarar que no todas mis experiencias como visitante de museo son amargas, añado que la sala de arriba presenta una exposición más ligera, habilidosa para generar diálogos entre las obras y bastante atinada en su selección (eso sí, espero no tener que leer el término “entropía” en un texto curatorial al menos por varios meses). No podría decir lo mismo de la exposición feminista en el otro edificio del museo, misma que repite todos los tropos posibles habidos y por haber del performance panfletario nacional. Curiosamente, donde alguna vez fue la librería del MAM, ahora, tal parece, por fortuna, estará un acervo de consulta. Ea pues, quien quiera saber más del arte mexicano de este periodo, que indague, busque y lea con curiosidad. Falta información hemerobibliográfica, desde luego, pero existen perspectivas sensatas, testimonios orales, crítica diseminada, documentación de archivo, y una que otra buena anécdota de nuestras tías y mamás. Hasta entonces.

Hey, pa, fuiste pachuco: Arte de los ochentas en el MAM

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