Apuntes sobre el Vértigo de Ángela Ferrari.

Apuntes sobre el Vértigo de Ángela Ferrari.

Por Arturo Pimentel 

 

And as the fear grows the bad blood slows and turns to stone.

Conviene reparar en el hecho de que gran parte de la consistencia de la Cultura y la cohesión que ejerce en nosotros –sus participantes– es resultado de la tácita y constante ratificación de los acuerdos y paradigmas que modulan nuestra experiencia. Toda dinámica cultural, sin importar lo particular que éstas puedan llegar a ser, sólo adquieren solidez si al interior de sí abre un espacio de cordialidad y respeto mutuo. Pues, ahí donde aparece el asombro, surge una duda y se cuestiona una idea, la Cultura posee anticipadamente una respuesta que representa un entramado de relaciones actuales e históricas.

 


El pasado 13 de junio tuvo lugar la clausura de la exhibición Vértigo de la artista Ángela Ferrari en colaboración con los proyectos Angstroms y Maximilian Contemporary en la colonia Roma Sur de la Ciudad de México. El ambiente era ameno, las conversaciones fluían, así como sus acentos e idiomas. Artistas, galeristas, posibles coleccionistas y entusiastas del arte, que en otro tiempo habrían de llamarse diletantes –lástima que hoy la palabra transpire senectud–, forman en gran medida ese público en constante movimiento.


Una clausura o apertura de exhibición habilita un espacio de genuino reconocimiento y de interacción social que terminan por resumirse en lo agradable del momento; no obstante, llama la atención como la obra exhibida confrontaba dicho ambiente al representar otras configuraciones que suceden al interior de la Cultura.

 

 

La pintura de caza ha sido el tema principal de la obra de Ferrari en los últimos años. La conjunción de imágenes representando la fuerza desmedida y violenta de lo natural han germinado, al día de hoy, en la reflexión y habilidad de la artista para transitar este tipo de pintura confrontándola con nuevas inquietudes que alcanzan a su medio y carece de trivialidad. Al mirar los cuadros, uno percibe cierta tensión en distintos niveles: el contenido, la técnica empleada y en las diferentes medidas de algunos lienzos que contrastan con su pintura más grande y ambiciosa –la cual consta de dos partes unidas para alcanzar la proporción de mural–. Resulta comprensible que, ante la practicidad que los bastidores más pequeños ofrecen en comparación, la pintura Sangre y polvo parezca absurda por sus dimensiones. Sin embargo, si somos conscientes del desarrollo técnico de la artista, y la exigencia que esto conlleva, sentimos un enfrentamiento de las imágenes por entrar al primer plano de la mirada gracias a sus proporciones.

Ángela decide pintar de tal forma que comienza con los elementos más cercanos, dejando los más lejanos hacia el final. Este procedimiento –inverso a la manera tradicional de Occidente– da la impresión de que tales elementos, como la flora que la artista ha hallado en la Ciudad de México –que no necesariamente es endémica de la región– saltan y resaltan ante la vista. La diferencia en las escalas y temporalidades de los especímenes representados dan estabilidad, a pesar de su efecto visual. La pintura en su conjunto es copiosa al límite de desbordarse.

 

 

Empleando la misma técnica en el resto de sus cuadros, la artista aprovecha la resolución del primer plano en contraste con la distensión de la pincelada en la profundidad de los mismos, cuyo rastro se vuelve más libre y, por ende, difuso. Si la pintura de caza, al ser una ramificación del paisaje, transmitió la otrora templanza del dominio como la épica de la diosa Diana la cual fue motivo para Rubens o la malograda opulencia de las obras de Frans Snyders, hoy la pintura de Ángela Ferrari muestra el agotamiento del género al difuminar su horizonte. Redescubrir la violencia en su imagen anula cualquier justificación moral de la misma.

A primera vista, los colores que priman en dichas composiciones son el verde, café, naranja y amarillo. A detalle, observamos que las sombras de ciertas hojas son pronunciadas y ligeramente bruscas, lo cual rompe con la representación. Y si bien el rojo es su contraste más estable en algunos cuadros, la confianza de la artista se ve recompensada cuando, al pintar con blanco, ilumina sobre otros. No así cuando recurre al brillo de ciertos intermedios entre verde y amarillo. Tal intrepidez responde a un efecto buscado por su paleta, pues discretamente introduce ciertas luminosidades rosáceas en distintas tonalidades que le permite generar una disposición onírica por medio del cuadro. La expresión de tormento del caballo que se sabe presa y lo famélico de algunos canes se vuelven imágenes perceptibles y cuestionables con base en la disparidad perceptiva que proveen los sueños.

 

 

La conjunción de tales elementos –color, técnica e imagen– es lo que permite captar el carácter dinámico del contenido de la obra, pues, la tensión irresoluble que se nos presenta es la incapacidad de nuestras prácticas culturales para suprimir, a su interior, el aspecto “natural” de sus configuraciones. La Cultura –ese sueño colectivo– nunca ha terminado de sentir el acecho que ejerce la Naturaleza; ahí donde pretende marcar su distancia y diferencia, necesita imitar la fuerza de esta última para su contención y su uso. Considérese un triunfo de la obra que, en su contenido, ya no encontramos superación de un estado natural, ni la benevolente directriz de la humanidad. La artista intuye que mostrar una pintura realista carecería de mérito porque no confrontaría, en lo absoluto, la vacuidad de un hecho violento. Gracias a la atmósfera onírica de la pintura, revela la poco inusitada ironía de que al acercarse y aprender los medios de la Naturaleza, y a raíz de su dominio pretender una superación de esa misma condición natural, la Cultura termina por ser, una vez más, parte de ella.


Estos cuadros, de cierta manera, terminaban por acechar el cálido ambiente que se gestaba en torno a los mismos y la labor de la artista. Estas pinturas revelan el hecho que la Cultura pretende apaciguar, en cada una de sus afirmaciones, las tensiones que le son inherentes, ya sea por su falta de imaginación para ofrecer soluciones o su auto-impuesta y evidente ofuscación en sus análisis. Auxiliarse en la fuerza para dominar la fuerza de la naturaleza, la cual nunca deja de estar latente, continúa formando el claroscuro de nuestro tiempo. Ante cualquier discurso triunfalista que reivindique –y, por tanto, omita– la violencia, cabe
reflexionar en qué medida las respuestas ante tales vilezas han sido efectivas para zanjar dichas problemáticas. En ese sentido, la obra de Ángela apunta a la precisa e imperativa pregunta sobre las tensiones que conforman la experiencia, así como a la impostergable resolución de nuestro espíritu cultural, sin dar paso a la indulgente ingenuidad.

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