La exhibición "El dominio de las sombras", en la galería Banda Municipal, está conformada por los ejercicios pictóricos de Andrea Romero. En sus cuadros se observan tanto la motivación sensorial de la artista, así como su intercambio con la tradición. Las sombras que se generan –en la interacción de la luz con las hojas de los árboles– es la particularidad que motiva a la artista a realizar su traducción en el bastidor, éstas se interponen unas a otras, tanto en las ramas que las sostienen como en la superficie en donde termina el rayo de luz incidente. Pero ahí donde las sombras son efecto de un fenómeno físico, en la pintura de Romero son causa del todo de cada cuadro. No observamos reflejo ni absorción de la luz, sino su contención.
Si bien en algunos de sus cuadros los colores utilizados por la artista se mueven dentro de una gama y combinación que, en otros momentos de nuestra experiencia, podrían resultarnos ensoñaciones empalagosas, la solución que se observa es precisamente su corrección. Los colores no vibran, sino que se deslizan, dejan un rastro de sombra que sirve para contener la luz del color
más próximo en la composición cuidadosamente marcada por la cuadrícula que le antecede.
La impresión nebulosa que se genera con el juego de formas transmite la sensación de profundidad. Pronto, las líneas, los gestos y colores –que tienen a bien el recordarnos las ondulaciones de las hojas– van gestando un revoloteo de azules demorados, contrastes de naranjas y amarillos ocre, con rojos granas y ciánes tímidos. Una vez que nuestros ojos captan la sublimación generada por el
color y la sombra, nos sentimos arrojados a la distancia, al mismo tiempo que construimos una vista general del cuadro.
Sin necesidad de proponérselo, la pintura de Andrea Romero recupera –con delicadeza disciplinada– para sí y para el público una actualización formal del sentido del paisaje. Ahí donde no requiere figurar ningún elemento bucólico o citadino, sin necesidad de acudir a la construcción tridimensional del espacio, nos encontramos con una emoción de lejanía. Carlos Pellicer aclaró que, en efecto, el paisaje no existe. Tan sólo observamos los fragmentos que los artistas van
disponiendo sobre su medio. Sin lugar a dudas, en este cuerpo de obra se percibe la atención a los efectos físicos que resultan en el bastidor, efectos que sólo pueden ser manejados por medio de la técnica, la cual abre nuevos caminos cuando ella va unida a un buen criterio.
El dinamismo del paisaje, que requiere la participación activa de la mirada, nos recuerda justamente el carácter alterable de nuestros propósitos cotidianos. Ante la incesante y fastidiosa convicción del desvanecimiento de todas nuestras convicciones, la única actitud honesta que queda por desarrollar es nuestro juicio, aquello que puede dar consistencia a una irregularidad de experiencias
que puedan sernos desalentadoras. Corresponde al espectador, entonces, construir su propia visión de estas pinturas, sintetizar –en una impresión sensible– una diversidad de sombras sin perder de vista la luz.
Texto por Arturo Pimentel