Sobre la economía moral del apoyo en las artes
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Buena parte del arte y la cultura contemporáneas se sostienen en la noción del apoyo. Se habla de apoyar artistas, proyectos, revistas, espacios independientes, comunidades. La palabra parece amable, incluso justa, pero en el fondo reproduce una estructura que impide la autonomía. El apoyo instala una relación vertical: quien apoya tiene poder; quien recibe queda subordinadx, agradecidx, dependiente. Así, el mundo del arte permanece en un estado de minusvalía perpetua, convencido de que su fragilidad es una forma de virtud.
La idea de apoyo también funciona como un sustituto simbólico del intercambio económico. En lugar de pensar el arte como una actividad productiva que genera valor, conocimiento y formas de vida, se le relega al terreno de la excepción: algo que debe ser protegido, subsidiado, asistido. Bajo esa lógica, la búsqueda de ingresos propios se interpreta como sospechosa, y la profesionalización, como una traición a la vocación. De ahí que sostener un proyecto artístico a base de trabajo parezca imposible: becas, mecenas, ayudas, donaciones. Todo, menos un modelo estable de servicios o productos dirigidos a un público diverso.
Esa dependencia institucional y filantrópica no solo limita la sostenibilidad económica, sino también la libertad crítica. Quien vive del apoyo debe adecuarse a los lenguajes, los tiempos y las prioridades de quienes lo otorgan. A menudo se acusa a quienes cobran por su trabajo —por reseñar, por comunicar, por producir— de haber vendido su opinión, como si la retribución económica anulara toda posibilidad de criterio. Pero quienes reciben dinero del gobierno, fundaciones privadas o mecenas tampoco están exentxs de condicionamientos. Cuando alguien realiza sus proyectos gracias a esos apoyos, suele presentarse como si su trabajo no tuviera motivaciones económicas, como si actuara “por amor al arte” o en nombre del bien común. Ese supuesto desinterés se percibe como una forma de legitimidad: la artista o la crítica parecen más puras precisamente porque no cobran del mercado; su dependencia se presenta como virtud.
El problema no es recibir dinero, sino negar que el dinero está siempre implicado. Esa negación mantiene al arte en una posición infantil, donde la precariedad se confunde con integridad y la subordinación con mérito.
Y lo curioso es que esa supuesta pureza también tiene un valor de mercado. El gesto de “no querer vender” vende; la apariencia de desinterés se convierte en marca personal. En un ecosistema donde todo se monetiza —el discurso, la indignación, la fragilidad—, el apoyo funciona como una coartada ética: permite sostener la economía del arte mientras se finge que no se trata de dinero. Tal vez por eso el sistema prefiere artistas agradecidxs que artistas que se sostienen por sí mismxs; críticxs “por amor al arte” que profesionales que cobren sin disculparse. No porque sean más nobles, ni más profundas sus elucubraciones, sino porque son más fáciles de administrar.
En un sistema que se rige por el paternalismo, ¿dónde quedan lxs profesionistas? Quienes no quieren ayuda por ser jóvenes o emergentes, quienes no piensan jugar en la cancha especial del apoyo, quienes no creen que son demasiado talentosxs, críticxs o únicxs para habitar el “mundo real” y aprender a navegarlo.
Pensar alternativas económicas para las artes no significa exigir que todo se privatice ni que todo se vuelva emprendimiento. No se trata de negar el lugar del Estado, las fundaciones ni el mecenazgo. El problema surge cuando el apoyo se vuelve el principio dominante de organización económica del arte. Cuando esa dependencia se naturaliza y se convierte en condición permanente, deja de ser excepción o herramienta transitoria y se transforma en régimen. Dentro de ese régimen, la precariedad —en lugar de ser un problema a resolver— se normaliza como lenguaje culturalmente aceptado.